El ladrido de un perro me despertó
a las tres de la mañana,
ladrido que generó otro, y otro, y otro,
pronto la sinfónica canina estaba en marcha.
La conocida música de fondo
de aquellos días de insomnio,
de adolescencia perdida.
Duró alrededor de cinco minutos,
pronto todo volvió al habitual silencio.
El motor de la heladera tembló,
y arrancó con su hipnótico sonido,
la mochila del inodoro goteaba
y los gatos de mi novia ronroneaban
a los pies de la cama.
Abracé a mi compañera de dormía de lado,
todavía tenía cuatro horas de sueño.
Quise estar encadenado,
dar vueltas en el interior de una cucha
satisfecho de mi reciente muestra de masculinidad canina.
Al fin de cuentas todos somos perros
Ladrándole ferozmente a la luna.